“La razón siempre ha existido, pero no siempre en una forma razonable”, Karl Marx.
La razón es un preciado objeto de deseo. El premio que promete toda discusión.
Todos dicen poseerla: el gobierno y la oposición, los padres y los hijos, los jefes y los empleados. En su nombre tratamos incansablemente de imponer nuestro criterio y decir siempre la última palabra.
Resulta tan embriagadora, que a menudo la defendemos a costa del respeto y el sentido común. Sin embargo, no siempre cumple sus promesas de bienestar y satisfacción. Rígida e inflexible, siembra división, discordia y conflicto en todas nuestras relaciones. Y a largo plazo, termina por pasarnos una elevada factura.
Todos dicen poseerla: el gobierno y la oposición, los padres y los hijos, los jefes y los empleados. En su nombre tratamos incansablemente de imponer nuestro criterio y decir siempre la última palabra.
Resulta tan embriagadora, que a menudo la defendemos a costa del respeto y el sentido común. Sin embargo, no siempre cumple sus promesas de bienestar y satisfacción. Rígida e inflexible, siembra división, discordia y conflicto en todas nuestras relaciones. Y a largo plazo, termina por pasarnos una elevada factura.
La mayoría de conversaciones que establecemos en nuestro día a día tienen que ver con la opinión que tenemos de las cosas que suceden en nuestra vida y en el mundo en general. Es decir, compartimos puntos de vista sobre el concierto al que fuimos el fin de semana, el restaurante de turno, los amores y desamores, las vacaciones, la política, la religión, el trabajo…Se trata de asuntos que dependen de la vivencia subjetiva de cada uno y que siempre están filtrados desde nuestra particular perspectiva. Podemos pensar que nuestro punto de vista es mejor o más verdadero que el de nuestros interlocutores, pero probablemente ellos estén convencidos de lo mismo. Y en última instancia, las opiniones de los demás son dignas del mismo respeto con el que nosotros pretendemos que se traten las nuestras.
Entonces, ¿por qué tan a menudo entramos en conflicto con otras personas tratando de defender nuestra manera de ver las cosas? Lo cierto es que cuando el “tener la razón” entra en escena, todo cambia. Aunque que no la podemos ver ni tocar, no dudamos en pelearnos por ella. Si no nos la dan, la exigimos con dureza, la reclamamos indignados o nos retiramos cabizbajos y resentidos. No en vano, solemos creer que la alternativa a “tener la razón” es “estar equivocados”. Pero ¿es eso cierto? Y aún más importante: ¿tener la razón nos hace más felices, más competentes o mejores?
Mapa y territorio “No hay nada repartido de modo más equitativo que la razón: todo el mundo está convencido de tener suficiente”, René Descartes
Tal vez valdría la pena reflexionar sobre qué sucede cuando ‘perdemos’ la razón. Resulta curioso que conozcamos la pérdida de la razón como ‘locura’. Sin duda, nos deja una desagradable sensación de desazón. No en vano, nuestra identidad va ligada a esas ideas. Si no hemos conseguido imponer nuestra verdad, nuestra visión del asunto, nos sentimos derrotados tras la batalla dialéctica. Esto evidencia que de algún modo, necesitamos que los demás validen nuestras opciones vitales, nuestras decisiones, nuestras propias vivencias, poniendo de manifiesto nuestra falta de autoestima. Cuando tenemos puesto el foco de atención en la valoración externa, tener la razón adquiere gran relevancia.
Sin embargo, hay tantas maneras de ver la realidad como personas existen en este mundo. De ahí la importancia de comprender que “el mapa no es el territorio”. Esta frase afortunada fue acuñada por el lingüista Alfred Korzybski y popularizada por el consultor y experto en liderazgo Stephen R. Covey. En esencia, significa que un mapa no es el territorio que representa, del mismo modo que las palabras que utilizamos para describir la realidad no son la realidad en sí misma. Encontramos el ejemplo perfecto al aterrizar en cualquier destino vacacional. El mapa del lugar no es más que una pobre guía general del territorio actual, siempre menos rico en matices y en detalles.
Lo cierto es que no experimentamos el mundo directamente, sino que lo filtramos de forma subjetiva a través de nuestro ‘sistema de creencias’. Es decir, un conjunto de afirmaciones personales que consideramos verdaderas, y que configuran los ‘mapas mentales’ con los que interactuamos con la realidad. Cabe señalar que cada ser humano tiene su propio ‘mapa mental’. Por lo general, transitamos por la vida dando por sentado que el modo en el que vemos las cosas corresponde a lo que realmente son. Así, en base a nuestro condicionamiento, nuestra educación y nuestras experiencias previas, nos forjamos una opinión acerca de qué está ‘bien’ o ‘mal’, qué resulta tolerable e intolerable y qué es lo verdaderamente importante.
Estos ‘supuestos’ dan origen a nuestras actitudes y a nuestra conducta. Tendemos a pensar que somos ‘objetivos’, pero como decía el filósofo Immanuel Kant, “no vemos el mundo como es, sino como somos nosotros”. De ahí que, en última instancia, nuestro ‘mapa mental’ determine cómo experimentamos nuestra vida. Sin embargo, no es estático ni inamovible. Está en nuestras manos verificar si es válido y, sobretodo, útil para gestionar nuestra vida de forma más eficiente, feliz y sostenible.
“Aprender a escuchar”
La razón es un sol severo: ilumina pero ciega”, Romain Rolland
Si aspiramos a trascenderlo, tenemos que comenzar por atrevernos a examinarlo y cuestionarlo. En la medida que seamos capaces de desidentificarnos de nuestro ‘mapa mental’ estaremos más receptivos a valorar las opiniones ajenas, el primer paso para superar el mal hábito de querer tener siempre la razón. De este modo podremos comenzar a dejar de responder de forma reactiva e impulsiva, lo que pone de manifiesto que no estamos prestando verdadera atención a nuestro interlocutor.
Frente a esta situación surge otra pregunta incómoda: en nuestras relaciones con los demás, ¿realmente escuchamos? Desde pequeños vamos a la escuela para aprender a hablar y a escribir, pero nadie nos enseña a escuchar. Solemos pasar nuestros días limitándonos a oír. Y canalizamos nuestra necesidad de establecer relaciones sociales desarrollando distintos tipos de escucha. Probablemente, la que más utilizamos es la denominada ‘escucha de buenas intenciones’, que consiste en compadecer y tratar de convencer a nuestro interlocutor, intentando imponerle nuestro punto de vista.
Sin embargo, con esta actitud no logramos mejorar su situación. Este resultado es fruto de la mala comunicación y nuestra falta de atención hacia el otro. Cambiar esta inercia tóxica pasa por comprometernos con nosotros mismos y nuestras relaciones, trabajando nuestra capacidad de escuchar activamente. No en vano, cuando escuchamos dejamos de juzgar, y creamos un espacio de comprensión que nos permite responder a nuestro interlocutor desde la responsabilidad y la consciencia. No se trata de ver quién tiene la ‘razón’, sino de crear un clima de empatía, confianza y autenticidad, en el que es posible comprender las necesidades, sentimientos y motivaciones de la otra persona. Ésa es la esencia de una conversación enriquecedora, incluso transformadora. Para lograrlo, basta con que de vez en cuando nos preguntemos qué preferimos: ¿tener la razón o ser felices?
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Fuente: lavanguardia.com