Yo tuve que aceptar, que mi cuerpo nunca sería inmortal, que él envejecería y un día se acabaría. Que somos hechos de recuerdos y olvidos; deseos, memorias, residuos, ruidos, susurros, silencios, días y noches, pequeñas historias y sutiles detalles.
Y tuve que aceptar que los bienes quedarían para uso de otras personas cuando yo ya no esté por aquí.
Y tuve que aceptar que mi apego a las cosas, sólo apresuraría aún más mi despedida y mi partida.
Humildemente confieso que tuve que librar muchas guerras dentro de mí.
Tuve que aceptar que todo ello es pasajero y transitorio.
Y tuve que aceptar, que yo vine al mundo para hacer algo por él, para tratar de dar lo mejor de mí, dejar rastros positivos de mis pasos, en el momento de partir.
Yo tuve que aceptar que mis padres no durarían para siempre, y que mis hijos poco a poco escogerían sus caminos y proseguirían ese camino sin mí.
Y tuve que aceptar que ellos no eran míos, como suponía, y que la libertad de ir y venir, es un derecho de ellos también.
Yo tuve que aceptar que todos mis bienes me fueron confiados en préstamo, que no me pertenecían y que eran tan fugaces como fugaz era mi propia existencia en la tierra.
Y tuve que aceptar que los bienes quedarían para uso de otras personas cuando yo ya no esté por aquí.
Yo tuve que aceptar que barrer mi acera todos los días no me daba ninguna garantía de que ella era propiedad mía, y que barrerla con tanta constancia era apenas un fútil alimento que me daba a mí la ilusión de poseer.
Yo tuve que aceptar que lo que yo llamaba "mi casa" era sólo un techo temporal, que un día más, un día menos, sería el abrigo terrenal de otra familia.
Y tuve que aceptar que mi apego a las cosas, sólo apresuraría aún más mi despedida y mi partida.
Yo tuve que aceptar que los animales que quiero, y los árboles que yo planté, mis flores y mis aves, eran mortales. Ellos no me pertenecían.
Fue difícil, pero yo tuve que aceptar.
Yo tuve que aceptar mis fragilidades, mis límites, y mi condición de ser mortal, de ser efímero, de ser pasajero.
Yo tuve que aceptar para no perecer.
Yo tuve que aceptar para no perecer.
Yo tuve que aceptar que la vida siempre continuaría conmigo o sin mí, y que el mundo en poco tiempo me olvidaría.
Humildemente confieso que tuve que librar muchas guerras dentro de mí.
Yo me rendí y acepté lo que tenía que aceptar.
Aceptar para dejar de sufrir, para lanzar fuera mi orgullo y mi prepotencia y para volver a la simplicidad de la naturaleza, que trata a todos de la misma manera, sin favoritismos.
Y tuve que aceptar que no sé nada del tiempo y que es un misterio para mí. Que no comprendo la eternidad y que nada sabemos sobre ella.
¡Tantas palabras escritas desde el principio, tanta necesidad de explicar, entender y comprender éste mundo y la vida que en él vivimos.
Yo tuve que desarmarme y abrir mis brazos para reconocer la vida como es, que todo es transitorio, y que sólo funciona mientras estemos aquí en la tierra.
¡Eso me hizo reflexionar y aceptar, para alcanzar la paz tan soñada!
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Autor: Silvia Schmidt