La pala. Para arrancar de nosotros mismos lo que durante el resto del año nos hizo sufrir.
El cubo. Para recoger en estos próximos días el agua del amor, de la alegría, de la calma, de la comprensión.
Silla. Para sentarnos y perder nuestra mirada en el horizonte. Para plantearnos lo qué hemos de ajustar y no seguir con los mismos defectos de ayer.
Sombrilla. Para evitar el quemarnos con la complicada vida. Para saber diferenciar la palabra que hiere de aquella otra que ayuda.
La arena. Para enterrar viejos prejuicios. Para levantar castillos de ilusión, de vida. Para limar asperezas en el corazón. Para limpiarnos los pies de aquellos caminos por donde anduvimos equivocados.
La toalla. Para no dejar nunca de hacer el bien. Para detenernos ante quien pueda necesitar nuestro apoyo.
Gafas. Para protegernos, no solamente del sol, y sí de aquellas otras sensaciones que pueden romper nuestra paz interior, nuestra vida matrimonial, nuestro equilibrio y hasta nuestra forma de ser.
Barbacoa. Para quemar todo lo que, el día a día, ha dejado en los extremos de nuestros corazones. Para cocinar lo mejor de nosotros mismos: paciencia, esperanza y optimismo.
Tapones. Para que el ruido no nos impida seguir escuchando el rumor de Dios. Para que, la música ensordecedora, no nos impida sentir el latido de nuestro corazón.
Agua. Para dejar en la orilla del mar, en el río o en la piscina, aquello que ensucia nuestra vida; para refrescar nuestras ideas y situar de nuevo nuestros ideales. Para sentirnos más limpios y mejores hijos de Dios. Agua para, límpidamente, comenzar de nuevo.
¿Nos vamos a la playa?
Javier Leoz