Antojito era un oso pequeño. Tenía las patas cortas y los sueños largos. Y, a veces, era un poquito caprichoso.
El día de Navidad, Antojito se sentó junto al árbol para elegir su regalo.
Echó un vistazo a los lindos paquetes que había repartidos alrededor del tronco.
-No se me antoja ninguno-, dijo con desgano.
Así que miró más arriba. De las primeras ramas colgaban un montón de cajas y cajitas multicolores.
-No se me antoja ninguna-, dijo con indiferencia.
Después, levantó un poco los ojos. Vio muchas medias rellenas de sorpresas, adornos gigantes, bolsas mágicas…
-No se me antoja nada de eso-, dijo suspirando.
Siguió inspeccionando, cada vez más alto. Hasta que, al fin, en la punta del pino encontró algo que le llamó la atención.
Era algo dorado. Brillaba como cien soles. Tenía cinco puntas. Parecía la estrella más maravillosa del
mundo.
-¡Se me antoja, eso sí que se me antoja!-, dijo entusiasmado.
Antojito se puso en puntas de pie. Estiró los brazos. Dio saltos y piruetas. Pero no podía alcanzar su regalo. Y cuanto más se le antojaba este regalo,más se le antojaba. Justo en ese momento, pasó por allí el cervatillo.
-Súbeme a tus cuernos -pidió Antojito-; tengo que alcanzar mi estrella antojada. El cervatillo lo ayudó encantado. Pero la estrella aún estaba demasiado alta. Antojito llamó al castor que estaba coleccionando palitos secos.
-Súbete a los cuernos del cervatillo y, después, sujétame sobre tu cola -pidió Antojito-. Se me antoja esa estrella preciosa.
El castor lo ayudó con mucho gusto, pero fue imposible. Faltaba tanto, tanto. De pronto, la ardilla se presentó de un brinco y saludó.
-Súbete a los cuernos del cervatillo, apóyate en la cola del castor y, luego, me sostienes sobre tus hombros -pidió Antojito- . Me muero de antojo por esa estrella fantástica.
La ardilla lo ayudó de mil amores. Pero, a pesar del esfuerzo, el anhelado regalo todavía quedaba a un ratito de distancia. Volando apareció el águila blanca. -Súbete a los cuernos del cervatillo, agárrate al castor, vuela sobre la ardilla y siéntame en tus alas -pidió Antojito-. Mi corazón explota de tanto antojamiento. El águila lo ayudó, por supuesto.
Entonces, por fin, Antojito quedó a la misma altura de su sueño. Se puso unos anteojos oscuros para que la luz de la estrella no lo encandilase. -¡Oh, estrellita antojada! -dijo, y la estrujó contra su pecho.
Sólo que así, de cerca, la estrella tenía un aspecto muy común. No brillaba tanto. No era tan dorada. Tenía una patita rota. La verdad, no parecía la estrella más maravillosa del mundo.
-Ya se me pasó el antojo -dijo Antojito con desilusión desde lo alto de la torre.
El cervatillo, el castor, la ardilla y el águila blanca, cansados como estaban, se enojaron. Y se apartaron rápidamente. Antojito cayó en picada. Y del porrazo que se dio, vio las estrellas de verdad. Exactamente cuatro estrellas. Una parecía un cervatillo, otra un castor,otra una ardilla y otra un águila.
-¡Qué cerca tenía mi regalo! -dijo sonriendo a sus amigos.
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Por Gabriela Keselman