“María Lucía no podía mover los brazos ni las piernas, casi no podía hablar y estaba confinada en una silla de ruedas debido a una enfermedad progresiva que iba limitando sus capacidades físicas.
Esta chica, que para el común de la gente no podía hacer nada, quiso encontrar un propósito en su vida para dejar un mundo mejor.
Esta chica, que para el común de la gente no podía hacer nada, quiso encontrar un propósito en su vida para dejar un mundo mejor.
Ella había aprendido que un verdadero propósito, el del alma, tiene que ver con una acción desinteresada, con dar algo de sí de un modo placentero y sin esperar nada a cambio.
Debía darse toda ella tal cual era, con lo que tenía y con lo que podía. «Yo todavía puedo sonreír», nos dijo un día. Y pidió que dos veces por semana la lleváramos a la porteña calle Florida y la dejáramos un rato en su silla de ruedas en una esquina cercana a la Fundación (entre 1986 y 2007 la Fundación funcionó en la esquina de las calles San Martín con M. T. de Alvear) para ofrecer su sonrisa a quien pasara por su lado. María Lucía cumplió este propósito durante meses. Ella se daba en cada sonrisa, ni más ni menos que eso, tan simple y tan grande a la vez. No le importó que muchos evitaran mirarla, como hace tanta gente ante la discapacidad, ni que otros respondieran a su gesto de amor con lástima y conmiseración.
Ella era feliz dándose y guardaba en su interior la certeza de que si, entre los cientos de personas que pasaban a su lado, una sola de ellas recibía su sonrisa con el corazón abierto, valdría para darle un propósito diario a su existencia.”
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Extracto del libro “El laboratorio del alma” - Stella Maris Maruso