Había una vez un conserje que trabajó para la misma empresa durante cuarenta años. Jamás ascendió de puesto. Siempre fue el conserje y nunca tuvo a nadie a sus órdenes. Nunca pudo comprar un automóvil, ni una casa para su familia.
Era un buen conserje. Se esmeraba por mantener en perfectas condiciones la entrada del edificio.
Los objetos de metal relucían, las ventanas estaban impecables, las alfombras nunca se veían sucias. Además siempre tenía una sonrisa y palabras alentadoras para sus compañeros de trabajo. Durante todos los años que trabajó en esa empresa, nadie lo oyó quejarse.
Las personas le preguntaban: ¿Por qué trabajas tanto? A lo que el conserje respondía: Mira mi trabajo, no sólo lo hago para los demás, lo hago como si lo hiciera para Jesús. Él es mi mejor amigo, lo amo y quiero hacer lo mejor para Él. Es lo menos que puedo hacer por alguien que dio su vida por mí.
Era un buen conserje. Se esmeraba por mantener en perfectas condiciones la entrada del edificio.
Los objetos de metal relucían, las ventanas estaban impecables, las alfombras nunca se veían sucias. Además siempre tenía una sonrisa y palabras alentadoras para sus compañeros de trabajo. Durante todos los años que trabajó en esa empresa, nadie lo oyó quejarse.
Las personas le preguntaban: ¿Por qué trabajas tanto? A lo que el conserje respondía: Mira mi trabajo, no sólo lo hago para los demás, lo hago como si lo hiciera para Jesús. Él es mi mejor amigo, lo amo y quiero hacer lo mejor para Él. Es lo menos que puedo hacer por alguien que dio su vida por mí.
Algunos se reían y seguían su camino. Otros le preguntaban, extrañados: ¿Jesús, tu amigo? ¿Cómo puede ser Él tu amigo? Si ni siquiera se lo ve.
El conserje, sin mediar palabra, respondía con una sonrisa, todos percibían un gran amor que se reflejaba a través de sus ojos cuando les contaba a sus compañeros como era su relación con Jesús. Nunca estaba demasiado ocupado o cansado para hablar del amor del Señor en su vida.
En la misma empresa comenzó a trabajar al mismo tiempo que el conserje, otro hombre. Era un prestigioso profesional que fue ascendiendo, hasta llegar a ser vendedor, llegó a ser el mejor de su departamento. En un tiempo récord se convirtió en gerente de ventas, luego en gerente regional, después vicepresidente y finalmente, en el más joven presidente que había tenido la compañía.
Estando a su cargo la empresa se expandió hasta llegar a ser líder internacional y bajo su dirección la compañía adquirió otras empresas que prosperaron muy rápidamente.
En vista de sus evidentes aptitudes, talento y éxitos, con frecuencia le pedían que diera conferencias. Incluso lo visitaban ejecutivos y directivos de otras empresas para preguntarle el motivo de su éxito. Siempre daba la misma respuesta: En este país las oportunidades son ilimitadas, he puesto mucho esfuerzo, empeño y sobre todo he trabajado muchísimo. Lo que yo logré, ustedes también pueden hacerlo si lo creen posible.
Al cabo de los años lo eligieron miembro del consejo rector de su antigua universidad y era un respetado miembro en la iglesia a la que asistía los domingos con su familia.
Pero cada lunes, cuando su actividad comenzaba, se olvidaba de los sermones, que lo inspiraban a estar más cerca de Dios y de su familia, que del trabajo y los negocios y con el tiempo los negocios, las conferencias y toda actividad relacionada con su profesión, llegaron a ser su prioridad.
Cuando llegó el momento, tras una larga y exitosa trayectoria y en medio de la admiración de las personas que lo conocían y rodeaban en sus negocios, se retiró.
Curiosamente, los dos hombres, el conserje y el ejecutivo fallecieron el mismo día y cada uno compareció ante Dios para dar cuenta de lo realizado en sus vidas.
El ejecutivo fue el primero. Dios le puso la mano en el hombro y le dijo: Has empleado bien tu vida. Te di inteligencia y oportunidades. Has trabajado mucho y aprovechado cuanto te puse delante. Tus logros son muchos. Sin embargo, debes dejar atrás todo lo que construiste. Tus casas y automóviles, tus empresas y tus actividades eran algo bueno, pero no son parte de mi Reino. Aquí no hace falta tu dinero. Has trabajado mucho, pero de forma imprudente, porque ganaste lo material, pero dejaste de lado muchas cosas importantes.
El conserje estaba a corta distancia, observaba con humildad, temor y asombro. Si el Señor no elogiaba a todo un prestigioso profesional, ¿qué podría esperar un simple conserje? Estaba cabizbajo y por sus mejillas rodaban algunas lágrimas.
De pronto, Jesús le puso una mano sobre el hombro y le dijo: Levanta tu cabeza y mírame a los ojos. El conserje obedeció y así por primera vez pudo ver el rostro de la persona que más amaba en el mundo.
Con una sonrisa Jesús le dijo: Date la vuelta y mira. No podía entender lo que veía, una multitud se le acercaba y sus rostros reflejaban un amor y un gozo que jamás había visto. Miró a Jesús, y le dijo: Señor, sólo reconozco a unos pocos ¿Quiénes son los otros?
Jesús le dijo: Los que reconoces son personas a las que les hablaste de mi amor. Los otros son personas que escucharon hablar de mi amor, pero no a través de ti, sino a través de las palabras de aquellos a quienes tú habías hablado. Todos ellos han venido a darte las gracias. Ve junto a ellos y disfruta del gozo que he preparado para todos aquellos que obedecieron mi palabra.
A poca distancia, un coro de ángeles cantaba mientras el conserje y sus amigos, con una alegría inexplicable, disfrutaban de las maravillas que les había preparado el Señor.
Los dos hombres tuvieron las mismas oportunidades. Uno dedicó su vida a los negocios, con el fin de ser millonario; el otro, puso su vista en las cosas del Señor, vivió sin importarle lo material. Su amor a Dios y al prójimo, fue su prioridad, por lo que se hizo rico y almacenó su fortuna en el banco de Dios. La fortuna del ejecutivo fue temporal, la del conserje fue eterna.
El conserje, sin mediar palabra, respondía con una sonrisa, todos percibían un gran amor que se reflejaba a través de sus ojos cuando les contaba a sus compañeros como era su relación con Jesús. Nunca estaba demasiado ocupado o cansado para hablar del amor del Señor en su vida.
En la misma empresa comenzó a trabajar al mismo tiempo que el conserje, otro hombre. Era un prestigioso profesional que fue ascendiendo, hasta llegar a ser vendedor, llegó a ser el mejor de su departamento. En un tiempo récord se convirtió en gerente de ventas, luego en gerente regional, después vicepresidente y finalmente, en el más joven presidente que había tenido la compañía.
Estando a su cargo la empresa se expandió hasta llegar a ser líder internacional y bajo su dirección la compañía adquirió otras empresas que prosperaron muy rápidamente.
En vista de sus evidentes aptitudes, talento y éxitos, con frecuencia le pedían que diera conferencias. Incluso lo visitaban ejecutivos y directivos de otras empresas para preguntarle el motivo de su éxito. Siempre daba la misma respuesta: En este país las oportunidades son ilimitadas, he puesto mucho esfuerzo, empeño y sobre todo he trabajado muchísimo. Lo que yo logré, ustedes también pueden hacerlo si lo creen posible.
Al cabo de los años lo eligieron miembro del consejo rector de su antigua universidad y era un respetado miembro en la iglesia a la que asistía los domingos con su familia.
Pero cada lunes, cuando su actividad comenzaba, se olvidaba de los sermones, que lo inspiraban a estar más cerca de Dios y de su familia, que del trabajo y los negocios y con el tiempo los negocios, las conferencias y toda actividad relacionada con su profesión, llegaron a ser su prioridad.
Cuando llegó el momento, tras una larga y exitosa trayectoria y en medio de la admiración de las personas que lo conocían y rodeaban en sus negocios, se retiró.
Curiosamente, los dos hombres, el conserje y el ejecutivo fallecieron el mismo día y cada uno compareció ante Dios para dar cuenta de lo realizado en sus vidas.
El ejecutivo fue el primero. Dios le puso la mano en el hombro y le dijo: Has empleado bien tu vida. Te di inteligencia y oportunidades. Has trabajado mucho y aprovechado cuanto te puse delante. Tus logros son muchos. Sin embargo, debes dejar atrás todo lo que construiste. Tus casas y automóviles, tus empresas y tus actividades eran algo bueno, pero no son parte de mi Reino. Aquí no hace falta tu dinero. Has trabajado mucho, pero de forma imprudente, porque ganaste lo material, pero dejaste de lado muchas cosas importantes.
El conserje estaba a corta distancia, observaba con humildad, temor y asombro. Si el Señor no elogiaba a todo un prestigioso profesional, ¿qué podría esperar un simple conserje? Estaba cabizbajo y por sus mejillas rodaban algunas lágrimas.
De pronto, Jesús le puso una mano sobre el hombro y le dijo: Levanta tu cabeza y mírame a los ojos. El conserje obedeció y así por primera vez pudo ver el rostro de la persona que más amaba en el mundo.
Con una sonrisa Jesús le dijo: Date la vuelta y mira. No podía entender lo que veía, una multitud se le acercaba y sus rostros reflejaban un amor y un gozo que jamás había visto. Miró a Jesús, y le dijo: Señor, sólo reconozco a unos pocos ¿Quiénes son los otros?
Jesús le dijo: Los que reconoces son personas a las que les hablaste de mi amor. Los otros son personas que escucharon hablar de mi amor, pero no a través de ti, sino a través de las palabras de aquellos a quienes tú habías hablado. Todos ellos han venido a darte las gracias. Ve junto a ellos y disfruta del gozo que he preparado para todos aquellos que obedecieron mi palabra.
A poca distancia, un coro de ángeles cantaba mientras el conserje y sus amigos, con una alegría inexplicable, disfrutaban de las maravillas que les había preparado el Señor.
Los dos hombres tuvieron las mismas oportunidades. Uno dedicó su vida a los negocios, con el fin de ser millonario; el otro, puso su vista en las cosas del Señor, vivió sin importarle lo material. Su amor a Dios y al prójimo, fue su prioridad, por lo que se hizo rico y almacenó su fortuna en el banco de Dios. La fortuna del ejecutivo fue temporal, la del conserje fue eterna.
¿A cuál de los dos hombres quieres imitar? La decisión es tuya.
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