La “empresa de ser hombre” es la más ambiciosa y la más difícil, pero la más necesaria en la vida de una persona. Sin ella no somos realmente personas, en cuanto que por el sólo hecho de venir al mundo o de crecer y desarrollarnos físicamente no tenemos una personalidad. Esta se conquista y se realiza progresivamente.
Para lograrlo hay que estar constantemente haciéndose a sí mismo.
Es lo propio de la vida humana el dinamismo. No somos resultado de una máquina que produce en serie. Cada uno es un trabajo de artesanía peculiar, propio, único. En este sentido cada uno será lo que quiera ser, aunque no dependa enteramente de él. Lo que recibimos como dotación genética o como legado y dependencia del medio o del ambiente, no es tanto como lo que podemos hacer de nosotros libremente.
“Sólo se merece la libertad y la vida aquel que se esfuerza
por conquistarla cada día” - Goethe.
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Cada uno forja su propio proyecto de vida y lo saca adelante como quien esculpe una estatua, su más preciada obra de arte, no para contemplarla como algo distante sino para sentirla, vivirla, encarnarla plenamente. Todo esto requiere esfuerzo y sacrificio. Vivimos en una sociedad, habladora, alborotada, ahogada en las cosas, que no descubre el valor del sacrificio o del dolor sino que les saca el cuerpo y en ocasiones protesta por su existencia. Forjar una personalidad fuerte, serena y atrayente tiene exigencias grandes, no contentarse con la medianía y aspirar a lo mejor. Cada uno es feliz en la medida de su querer y de su poder para volver realidad lo que espera de sí mismo.
Hacer realidad la felicidad
Para construirse a sí mismo hay que hacerse preguntas y responderse valientemente: ¿Para qué estoy en la vida? , ¿Qué quiero de mí mismo(a)?, ¿cuál es el contenido de la felicidad que busco? No basta decir que buscamos la felicidad. Es más importante saber en qué consiste esa felicidad. La condición humana responde a unas características esenciales, pero hay mucha distancia entre la vida biológica y la vida biográfica, es decir entre lo que soy por naturaleza y lo que alcanzo existencialmente.
No me llega esa felicidad corriendo de un lado para otro, sometiéndome a todo tipo de experiencias, o leyendo o sabiendo muchas cosas. Hay gente que sin moverse casi de su domicilio y de su trabajo madura enormemente, se ve que han logrado el objetivo porque centran sus esfuerzos en ser lo que quieren ser, lo cual no depende de coordenadas geográficas sino de coordenadas vitales, de la mente y del corazón.
Por las calles de las ciudades hay mucha gente que busca ansiosa la felicidad sin encontrarla. Su vida parece marcada por el “deseo sin esperanza” de que habla Dante en la Divina Comedia. Tal vez son arrastradas por el ideal del éxito económico y material o por el dar gusto a sus sentidos sin negarles nada, por la filosofía del placer. A la vez, a ellos mismos u a otros, el mundo se les viene abajo por una desgracia económica, por la falta de salud o por una contrariedad sentimental. Les puede el qué dirán o el ambiente que les rodea, lo que los demás son o tienen, o lo que piensan de ellos, o cómo los ven ellos y no descansan hasta tener lo mismo.
Para hacerse a sí mismo hay que vivir de cara a los demás. No podemos aislarnos o pensar que esa tarea depende sólo de nosotros. Nada más equivocado. Así como el hombre es un ser encarnado, un ser espiritual pero en estrecha e inconfundible unidad de alma y cuerpo, es también un ser conviviente, con una relación con los demás que es intrínseca o es arraigada en su propio ser. Es la dimensión de socialidad, sin la cual el hombre no se realiza como persona.
A veces miramos a los demás -ver por encima, superficialmente-pero no los vemos, es decir, no penetramos en su interior, que es lo importante. Nos quedamos en el atractivo, en la ropa, en el encanto físico o en la apariencia, pero no nos fijamos en la persona como tal, en sus cualidades esenciales, lo cual se logra sólo con el trato íntimo.
Para dar hay que tener
La persona tiene una dimensión de interioridad que respalda su acción exterior. Podemos llamarla vida interior, riqueza de intimidad, fuerza espiritual. Si le falta, entonces se sucumbe ante las dificultades, choca contra los demás, se agrandan los obstáculos, se aleja de los otros o se defiende con palabras que no nacen de lo hondo de sí mismo sino de las convenciones sociales que permiten guardar las apariencias o desempeñar un papel. El hombre necesita del silencio interior para poder entender bien sus propias palabras y para que ellas sean sonidos significativos, mensajes que llegan a su destino, que se entienden porque revelan una vida vivida.
El mucho ruido corre paralelo a la actividad incesante por quedar bien o por lucir las conquistas materiales o profesionales como un trofeo de caza. Como aquel autor que se dedicaba un libro más o menos con estas palabras: “A mí mismo, a quien no doy todo lo que me merezco”. El orgullo, la vanidad del propio logro ocupa demasiado espacio, a costa del espacio que deberían ocupar las personas.
El precepto socrático “Búscate en ti mismo” no es una invitación al egoísmo sino a la vida interior. Para que esa búsqueda tenga sentido hay que cultivar el espíritu, las facultades superiores, la llamada conducta activa, inteligente y voluntaria, enraizada en el deseo, los sentimientos, la motivación, toda la esfera afectiva de la personalidad.
Es cosa bien sabida que nadie da de lo que no tiene, pero lo que hay que tener son no sólo cosas, sino lo más fundamental: un querer definido que se traduce en decisiones y en propósitos de vida que son los cimientos sobre los que se construye el propio proyecto de vida, lo que nos hará felices y capaces de brindar esa felicidad a los demás.
Del Taller de Autoestima Volumén 1 de Juan Carlos Fernández