El relato pedagógico budista que presentamos a continuación, triste y hermoso, muestra de manera elocuente cómo puede alcanzarse la paz de espíritu por la renuncia al deseo de Más.
Una vez, una madre desolada se presentó ante el Siempre Compasivo (el Buda) llevando en brazos a su hijo pequeño, que había muerto, y le suplicó que lo devolviese a la vida. Él, después de escuchar sus súplicas, le encargó que le trajese una semilla de mostaza de una casa donde no hubiera muerto nadie. Ella pasó mucho tiempo buscándola en vano, y regresó y le contó su fracaso.
-Hermana, has encontrado-dijo el maestro-, buscando lo que nadie encuentra, ese bálsamo amargo que tenía que darte. El que amabas dormía ayer muerto en tu regazo; hoy sabes que todo el ancho mundo llora tu pesar: el dolor que todos los corazones comparten se aminora para uno.
El “bálsamo amargo” que tenía que dar el Buda a la desgraciada mujer era la comprensión de que nadie se libra de la pena, de la humillación, de la enfermedad, del dolor y de la muerte. Ella no estaba en condiciones de escuchar ni comprender. Ella tenía que aprender, más bien, a partir de su experiencia personal. Paradójicamente, el descubrimiento de que estas cosas son inevitables le hizo sentirse mejor en lugar de peor. Antes se había sentido elegida cruelmente por el destino, lo que le provocaba un sufrimiento insoportable. Cuando salió de su error, su sufrimiento se resolvió, aunque yo supongo que le quedaría algo de pena dolorosa. (No olvidemos la diferencia entre dolor y sufrimiento.)
La renuncia no suele ser un término popular ni que suscite alegría. Cuando saludo a un conocido diciéndole: “¿Cómo estás?”, no espero que me responda: “¡Fenomenal! ¡Deseo menos que nunca!” No creo que la asociación Nacional de Emisoras patrocine nunca un anuncio de servicio público en televisión que me recuerde que ya tengo mucho más de lo que necesito y de lo que merezco. La renuncia suele evocar imágenes de monjes medievales solitarios, tristes y reprimidos sexualmente. Pero a esto no es a lo que yo me refiero.
Pensándolo un poco nos damos cuenta de que la idea de la renuncia no es tan deprimente como parece a primera vista. El conocimiento de que nadie se libra de la pena, de la humillación, del dolor y de la muerte sienta las bases de la compasión universal e incondicional. Si sabemos que estas cosas no se pueden evitar, entonces podemos intentar competir, desear, esperar y temer con algo menos de frenesí, y así nuestra vida podía ser más divertida. En otras palabras, cuando comprendemos de verdad que la vida será dolorosa en ciertos momentos, sentimos una mayor inclinación a “detenernos a oler las rosas”. Si fuera posible evitar por completo el dolor a base de planificar, de desear y de preocuparse con la decisión suficiente, entonces sólo un necio se detendría a oler las rosas.
La mayor parte de las situaciones corrientes se pueden vivir como deliciosamente agradables o como amargamente decepcionantes. Depende de cómo las valoremos. Cuanto más esclavizados estemos por nuestros deseos, más probable es que nos parezca decepcionante cualquier situación dada.
El disfrute de los placeres de la vida, grandes o pequeños, no surge necesariamente de la satisfacción de los deseos. Es igualmente frecuente que el deseo entorpezca o destruya el disfrute.
A la inversa, la renuncia al deseo no entorpece necesariamente el disfrute profundo.
Algunas veces sí sucede que la satisfacción de un gran deseo produce un placer y una excitación profundos, pero el efecto no es constante y suele ser breve. ¿Cuántas personas pasan años enteros anhelando poseer un coche verdaderamente bueno, para descubrir al final que el coche verdaderamente bueno les produce mucho menos placer del que habían esperado? El goce de una buena relación sexual no suele durar más de una hora o dos; dura aproximadamente lo mismo que el placer que produce una comida excelente. La alegría de recibir un ascenso importante o un beneficio económico inesperado puede durar varios días. Conocí en cierta ocasión a un hombre que albergaba desde hacía muchos años un anhelo sexual profundo e imposible. Cierto día conoció, por pura casualidad, a unos compañeros sexuales atractivos y dispuestos a participar en aquellos actos con los que había soñado todos los días desde su adolescencia. Cuando llegó el gran momento, estaba tan lleno de angustia y de asco que tomó sus ropas y huyó. Al día siguiente ya estaba anhelando de nuevo.
Cuando sabemos que el deseo de más provoca, en efecto, sufrimientos innecesarios y que dificulta la alegría, ¿qué hacemos? ¿Es realista intentar dejar el deseo de más como si se tratase de dejar de fumar? Si renuncio al deseo de Más, ¿perderé el deseo de comer, de dormir o de respirar? ¿Y el deseo de seguir viviendo? Si hemos de renunciar a algunos deseos pero no a todos, ¿a cuáles renunciar, y cómo justificarnos el hecho de conservar el resto? El suicidio parece un medio bastante eficaz para renunciar al deseo. ¿Es el suicidio la renuncia por excelencia? Y ¿qué pasaría si intentamos dejar el deseo de más pero nos sentimos solos, aburridos o deprimidos como consecuencia? Y ¿qué hay de la diversión? ¿Hay que renunciar al deseo de divertirse?
No es posible que desaparezcan nunca por completo todos nuestros deseos. De un modo u otro, siempre querremos trabajar, reír,divertirnos, cumplir nuestras responsabilidades familiares y sociales. De un modo u otro, siempre querremos ver salir el sol, oír cantar a los pájaros una vez más. La renuncia significa dejar la idea de que tenemos derecho a más; significa dejar la idea de que no conseguir más es una catástrofe; significa dejar la idea de que si no conseguimos siempre más es que hemos fracasado de algún modo; significa dejar la idea de que conseguir más es tan fundamental que no importa hacernos daño a nosotros mismos o hacer daño a los demás para conseguirlo.
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