Las mujeres de mi generación son las mejores. Y punto.



Hoy tienen cuarenta y pico, incluso cincuenta, y son bellas, muy bellas, pero también serenas, comprensivas, sensatas, y sobre todo, endiabladamente seductoras.

Esto, a pesar de sus incipientes patas de gallo o de esa afectuosa celulitis que capitanea sus muslos, pero que las hace tan humanas, tan reales.


Hermosamente reales.

Casi todas hoy, están casadas o divorciadas, o divorciadas y vueltas a casar, con la idea de no equivocarse en el segundo intento, que a veces es un modo de acercarse al tercero, y al cuarto intento.

Qué importa.

Otras, aunque pocas, mantienen una pertinaz soltería y la protegen como una ciudad sitiada que, de cualquier modo, cada tanto abre sus puertas a algún visitante.

¡Qué bellas son, por Dios, las mujeres de mi generación!

Nacidas bajo la era de Acuario, con el influjo de la música de los Beatles, de Bob Dylan.

Herederas de la "revolución sexual" de la década del 60 y de las corrientes feministas que, sin embargo, recibieron pasadas por varios filtros, ellas supieron combinar libertad con coquetería, emancipación con pasión, reivindicación con seducción.

Jamás vieron en el hombre a un enemigo, a pesar de que le cantaron unas cuantas verdades, pues comprendieron que emanciparse era algo más que poner al hombre a trapear el baño o a cambiar el rollo de papel higiénico cuando éste, trágicamente, se acaba, y decidieron pactar para vivir en pareja, esa forma de convivencia que tanto se critica pero que, con el tiempo, resulta ser la única posible, o la mejor, al menos en este mundo y en esta vida.

Son maravillosas y tienen estilo. Usaron faldas hindúes, se cubrieron con suéteres de lana y perdieron su parecido con María, la virgen, en una noche loca de viernes o de sábado después de bailar.

Se vistieron de luto por la muerte de Julio Cortázar, hablaron con pasión de política y quisieron cambiar el mundo, bebieron ron cubano y aprendieron de memoria las canciones de Silvio y de Pablo.

Adoraban la libertad, algo que hoy le inculcan a sus hijos, lo que nos hace prever tiempos mejores, y, sobre todo, juraron amarnos para toda la vida, algo que sin duda hicieron y que hoy siguen haciendo en su hermosa y seductora madurez.

Supieron ser, a pesar de su belleza, reinas bien educadas, poco caprichosas o egoístas.

Diosas con sangre humana. El tipo de mujer que, cuando le abren la puerta del carro para que suba, se inclina sobre la silla y, a su vez, abre la de su pareja desde adentro.

La que recibe a un amigo que sufre a las cuatro de la mañana, aunque sea su ex novio, porque son maravillosas y tienen estilo, pues su sangre no es tan helada como para no escucharnos en esa necesaria y salvadora última noche, en la que están dispuestas a servirnos el octavo whisky y poner, por sexta vez, esa melodía de Santana.


Por eso, para los que nacimos entre las décadas del 40, 50 y 60, el día de la mujer es, en realidad, todos los días del año, cada uno de los días con sus noches y sus amaneceres, que son más bellos, como dice el bolero, cuando estás tú.

¡Qué bellas son, por Dios, las mujeres de mi generación!

Autor: Santiago Gamboa, escritor colombiano