Muchos viven creyendo que "las mejores cosas en la vida son gratis". Personalmente he tenido suficientes experiencias para aprender que algunas de las mejores cosas en la vida son dolorosamente caras. Con frecuencia parecen ser regaladas, pero cargan un precio invisible. El amor es una de ellas. Los que hemos perdido a seres queridos, hemos aprendido en nuestra pena que pagamos un enorme precio por el amor que dejamos fluir. Pagamos con la moneda del dolor, añorando, anhelando y extrañando. Duele mucho. La amarga verdad es que cada historia de amor tiene un final triste, y entre más grande el amor, más grande será la tristeza cuando este termina. Al amar a una persona damos un rehén a la fortuna. Cuando nos encariñamos con alguien, nos volvemos vulnerables a la desilusión y la angustia. Entonces, ¿cuál es nuestra opción? ¿No debemos permitirnos amar a nadie? ¿Nunca permitir que alguien nos importe? ¿Negarnos la más grande de las alegrías otorgada por Dios? Incluso se puede mencionar una consideración más. Si algún ángel viniera a nosotros durante nuestro más profundo dolor, y ofreciera quitarnos toda la pena y melancolía, pero también todos nuestros recuerdos de los años y las aventuras que compartimos, ¿aceptaríamos el trato? ¿O consideraríamos esos recuerdos tan preciados, tan infinitamente queridos, que los tendríamos cerca de nuestros corazones y rechazaríamos comprar el consuelo inmediato al cederlos?
Una antigua leyenda griega hace referencia a esta opción. Cuenta que una mujer fue al río Estigia en donde Caronte, el gentil balsero, estaba listo para llevarla a la región de los muertos. Caronte le recordó que era su privilegio beber de las aguas del Leteo, y si así lo hacía, ella olvidaría por completo todo lo que dejaba atrás. Ansiosamente respondió: "olvidaré lo que he sufrido". A lo cual Caronte le contestó: "pero recuerda: también olvidarás tus alegrías". Entonces dijo la mujer: "olvidaré mis fracasos". El viejo balsero añadió: "y también tus
victorias". Nuevamente dijo la señora: "olvidaré cómo he sido lastimada". "También olvidarás cómo has sido amada". Entonces la mujer se detuvo a pensar la situación cuidadosamente. La historia termina diciéndonos que ella no tomó el agua del Leteo. Prefirió retener sus recuerdos, aun los de sus sufrimientos y penas, en lugar de ceder los recuerdos de sus alegrías y sus amores. Alguien escribió que "el no haber sufrido es no haber sido humano". El dolor pasa, los recuerdos permanecen; los seres queridos nos dejan, pero el sentimiento de haberlos tenido perdura. Y somos mucho más ricos por haber sufragado el alto costo de amar.
Extracto de "Aprendiendo a decir adiós" de Marcelo Rittner