Diálogos del alma
“No hay que llenar los vacíos, hay que habitar los espacios” “Cuando algo termina, hay que tener el coraje de sostener el vacío, porque siempre surge una situación nueva.” "El primer paso para conseguir lo que realmente queremos pone en marcha el doloroso proceso de perder lo que ya no nos sirve." "Cuando nuestro intento de cambiar es lo bastante fuerte, y lo tenemos claro, nuestro ser interior orquestará las circunstancias que nos obligarán a abandonar aquello que se ha vuelto obsoleto.”. “Todo lo que sucede, sucede para mi bien.”
Mientras mayor es la capacidad de una persona para concluir y cerrar situaciones en una relación, más auténtica es la relación. Las personas que pueden despedirse y poner punto final, son más capaces de comprometerse totalmente con el otro de una forma realista, fresca y significativa.
Esta reflexión del terapeuta gestáltico Stephen Tobin, parte de su contribución a la antología “Esto es Gestalt”. Unas y otras pueden caber en el capítulo de la vida llamado “desapego”. Esta palabra suele ser considerada sinónimo de indiferencia, desinterés o falta de compromiso, pero apunta, más bien, a una cualidad que permite establecer con las personas, con las cosas y con las etapas de la vida una relación de autonomía, de autenticidad.
En su diccionario de la mente y del espíritu, el lingüista británico Donald Watson, dedica una entrada a este término y lo relaciona con el abandono del ansia y del deseo, que, en la filosofía oriental, son considerados generadores de dolor y sufrimiento. Aún sin conocimiento de esta filosofía, podemos percibir en las propias experiencias las consecuencias del apego, de la identificación indiscriminada.
No poder desapegarse de una persona, de un hábito, de una idea, de un objeto, lleva a establecer con ellos relaciones de posesión o de sumisión. Y tanto el posesivo como el sometido pierden parte de su identidad en esa situación. Para poseer hay que prestar mucha atención a aquello (o aquel) que poseemos y depositar mucha energía, que queda embargada en ese intento. De hecho, en la sumisión se paralizan otras tantas potencialidades que nunca se desarrollan.
El apego es una actitud que nos deja, como la mujer de Lot, mirando hacia atrás, encadenados al pasado. Mientras tanto, los ciclos de la vida se continúan sucediendo. Niñez, adolescencia, madurez, vejez. Primavera, verano, otoño, invierno. Comienzos, desarrollos, finales. Siembra, cosecha. Reposo, actividad. Contacto, retiro. Ingestión, procesamiento, asimilación, eliminación. Encuentro, despedida.
Amanecer, día, atardecer, noche. Inhalación, exhalación. En donde observemos la vida, la veremos manifestarse a través de ciclos. Nuestra existencia será más armónica en la medida en que acompañemos ese decurso. Eso es el ciclo de una experiencia completada. Cuando así no ocurre, se impiden las próximas experiencias. La vida ya no fluye, sus aguas se estancan y se pudren.
El apego (a una relación, persona, a una amistad, a una costumbre, a un espacio, a una actividad, a una idea, a una práctica) niega que el objeto del apego es ya tóxico o disfuncional. John Stevens, otro reconocido gestaltista, apunta que “las posibilidades del apego son interminables, e incluyen la idea de estar desapegado. Y es siempre una señal de no aceptación, de no madurez, de no estar dispuesto a que las cosas sean como son”.
El apego, el no soltar, traba nuestro andar por la vida, carga nuestro equipaje con lo innecesario, nos impide aprender el necesario arte de soltar.