Cuenta una fábula sufí que un joven llamado Nasrudín llegó a un pueblo después de muchas horas de travesía por caminos polvorientos. Estaba acalorado y sediento. Dio con el mercado y allí vio unas frutas rojas desconocidas, pero aparentemente exquisitas y jugosas. La boca se le hizo agua. Fue tanto su júbilo que se compró cinco kilos. Buscó la sombra de un buen árbol en una calle tranquila y empezó a comérselas. A medida que comía, sentía un calor más y más intenso en la cara y en el resto del cuerpo. Empezó a sudar copiosamente, y su rostro y su piel se volvieron de un rojo encendido. Pero él siguió comiendo.
Un viandante pasó por su lado y, sorprendido, le preguntó:
—Pero ¿qué haces comiendo tantos pimientos picantes con este calor tan terrible?
Y Nasrudín contestó:
—No estoy comiendo pimientos, me estoy comiendo mi inversión.
A menudo, las personas nos comemos nuestra «inversión» en la pareja aunque nos siente mal, aunque experimentemos la relación como equivocada o desvitalizante. Pero lo prudente y positivo puede ser abandonar el empeño, saber soltarse, deponer las armas, reconocer las señales de tensión en el cuerpo cuando lo que vivimos no nos produce satisfacción ni nutre a la pareja. Porque una pareja mantiene su sentido mientras sigue siendo nutritiva, creativa, y un campo abonado para acoger los movimientos del alma profunda de sus miembros, pero deja de tenerlo cuando no es así. En ese caso, hay que afrontar, tarde o temprano, la ruptura. Y el valor y el arte para la ruptura son tan cruciales como el coraje y el arte para la unión. Hay que rendirse, soltar lastre, desapegarse, aceptar. Aquí, rendirse significa dejarse llevar en brazos de una voluntad más grande que la propia, de un destino mayor, para que el dolor sea posible y nos dirija en otra dirección. Rendirse es el acto más humano de todos, porque nos enseña los límites, aquello que se nos posibilita y aquello que se nos niega; aquello que no es posible a pesar del amor y aquello que es posible más allá del amor.